Hay gente que lo logra. Hay personas que consiguen
alcanzar esa clarividencia, que resuelven el enigma, un enigma que tal vez sea
complicado por su simpleza, un enigma que nos viene dado cuando nacemos pero
que poco a poco casi todos vamos olvidando. Tener una vida plena no debe ser
fácil, no, pero desde luego, si hay alguna manera de conseguirlo, en este texto
que viene a continuación, hay muchas claves para ello.
Lo
que vais a leer me lo envió una buena amiga hace unos días. Es un texto que un
profesor de literatura regaló a sus alumnos antes de un examen final de
instituto, a modo de despedida, antes de que estos emprendieran rumbo al resto
de su vida. Además de lo que en él dice, me hace sospechar que si abundaran más
profesores con esa pasión y amor por su oficio y sus alumnos (que los hay, yo
conozco a unos cuantos), y un sistema que quisiera educar y estimular a esos alumnos,
tal vez el presente y futuro de este país sería diferente a lo que tenemos y se
vislumbra en el horizonte.
Os
dejo con la primera parte de lo que a mí me parece un auténtico manual de vida:
"El lenguaje es, básicamente, lo que
nos diferencia de los monos (a algunos). En otros aspectos, puede quizá
pensarse que Dios ha sido más generoso con el mono que con el hombre, pero en
esto del lenguaje no cabe duda de que Dios sí ha sabido portarse con nosotros,
aunque Belén Esteban se empeñe en subvertir el orden de la Creación a veces.
Si pregunto en cualquier clase para qué
sirve el lenguaje, la mayoría me diría que es "para intercambiar información".
Pero si el don divino del lenguaje consiste simplemente en esto, la verdad,
prefiero los dones que recibió el mono. O sea: un matrimonio está cenando ante
la televisión, viendo un documental de La 2 sobre las morsas antárticas, y de
repente se miran y él le dice a ella, con gesto indescifrable, "la sopa
quema, Petri". Pues bueno: no es mala cosa esto del intercambio de
información, y resulta útil para saber cómo anda el mundo, y hasta ara
transmitir una cultura ancestral generación tras generación, pero sospecho que,
a Petri, el intercambio de información la deja fría.
Mucho mejores que éste son algunos de los
usos menos explotados y reconocidos del lenguaje, como el de pensar: elaborar
ideas, formularlas, enlazarlas en pensamientos complejos y compartirlas con
otros, incluso, desde la voluntad de mejorarlas. Cansa, es cierto, pero gracias
a ello tenemos las chinchetas, puentes, aeropuertos, tamagochis y diversos
inventos de la teletienda. Sirve también el lenguaje para expresar la intimidad
y volcar hacia fuera nuestro mundo interior, así que nos hace en cierto modo
transparentes, niños e ingenuos, y es fácil que esto ayude a otros. Si yo os
digo, por ejemplo, en esta misma línea, que os quiero mucho a todos, como ya
sabéis, podéis asignarle al hecho el valor que queráis, pero tenéis que
reconocer que es más hermoso que deciros que mi sopa quema, Petri.
Hay muchos más usos valiosos del lenguaje,
desde luego, pero existe uno, sobre todos, que me parece especialmente
importante recordar para vosotros en este momento de vuestra vida. Me refiero
al uso del lenguaje para desear, para proyectar o proponer o trazar caminos
futuros. Si, como dice el poeta, la infancia es la verdadera patria del hombre,
es evidente que vosotros estáis hoy a punto de abandonar la patria, ya que,
aunque es cierto que la mayoría de cosas en vuestra vida no van a cambiar
mañana mismo, van a empezar a hacerlos inevitablemente, y conviene darse
cuenta.
De hecho, si en este momento dejáis el
bolígrafo sobre la mesa y miráis alrededor, veréis mal sentados en sus pupitres
a los compañeros, más o menos angustiados, con los que habéis compartido
grandes o pequeños momentos. Veréis vuestra aula, la luz de mayo tras el
ventanal y, en la mesa grande, a alguno de vuestros profesores, mosqueado,
probablemente. Os sugiero que os regaléis unos instantes del examen para
hacerlo de verdad, para levantar la vista y mirar todo eso y retenerlo, porque
el mes que viene, sencillamente, ya no estarán allí, lo cual no deja de
producir cierto vértigo. En este contexto de vértigo que vivís ahora, cuando
dejáis la patria y hacéis el petate, es donde digo que me parece especialmente
importante recordar que el lenguaje sirve también para desear, proyectar o
soñar.
Los niños lo hacen mejor que nadie, cuando
proponen un juego a un compañero llenos de barro en el parque, y le dicen:
"jugamos a que yo era..." Ese pretérito imperfecto del "yo
era" no alude al pasado, claro, sino obviamente al futuro. Pero no al
futuro latoso y burocrático de la realidad real, del mañana mismo, en el que el
pobre niño irá a visitar a su abuela de Alcobendas y le estirarán los mofletes
brutalmente, sino a "otro" futuro posible y distinto del real, que es
mucho mejor y más divertido y chachi. Jugamos a que yo era piloto, médico, vaquero,
futbolista, Picachu. No, no, no; Picachu, mejor no.
Por desgracia para el niño, el "yo
era" no siempre se cumple (claro, no es tan fácil), pero me parece muy
evidente que, si no se nombra al menos, si no se desea con palabras y las
palabras se formulan, e incluso si no se dicen en voz alta y se le dicen a
otro, no hay forma de que se cumpla. Les va tocando ahora a ustedes, que tanto
han criticado y critican a sus adultos, pensar y proponerse un futuro en el que
van a estar solos a la hora de decidir”.
Enrique Díaz-Berrio Casado
Fin de la primera parte.
Joel Reyes