Cada día tengo una memoria más vaga (o digamos selectiva),
pero recuerdo, como si fuera ayer, mis amaneceres, de niño, el día de Reyes. Con la
primera luz del día me despertaba como un resorte, sin reloj, sin la pereza de
los días de cole. Me encontraba en el salón los restos de la movida noche. Los
polvorones mordisqueados, los chupitos de aguardiente (para entrar en calor),
incluso el agua para los camellos (vivía en un segundo sin ascensor y sin
balcón). Había caramelos por todas partes y un olor especial flotaba en el
ambiente, olía a ilusión.
No tenía hermanos con los que compartir ese revuelo de un
amanecer único a lo largo del año, mis hermanas ya no vivían en casa, así que
me tocaba ir a incordiar a mis tíos que vivían en el cuarto piso de mi mismo
bloque. Mis padres me hacían aguantar, al menos, hasta pasadas las 8 de la
mañana, entonces subía las escaleras lo más rápido posible para llegar a su
casa. Con ellos vivía mi prima Inma, la que fue mi hermana postiza en esos
primeros años, mi referente a la hora de aclarar mis tempranas inquietudes.
No había muchos regalos, pero los que había los saboreaba
con una intensidad que ahora recuerdo con algo de melancolía y casi vuelvo a
vivir el chute de adrenalina. Fin del flashback.
Hoy estoy en Madrid. En mi casa el día de Reyes siempre ha
sido sinónimo del chocolate con churros, que sigue preparando mi padre (me
informan por whasapp de que ya están en ello), y de toda la familia rodeando la
mesa para desayunar juntos mientras los más peques abren un aluvión de regalos al
que no dan abasto, ya que tanta información de golpe les sobrepasa. Los adultos
somos peores, tal vez porque queremos ver, reflejada en ellos, esa ilusión que
un día tuvimos y se nos escapó, les metemos prisa para que abran nuestro regalo
y ver sus caras y nos quedamos decepcionados por no obtener la respuesta que
esperábamos.
Ya lo mostró Miguel Ángel en “La creación de Adán”. Nuestro
mayor poder, nuestra divinidad no nos la da ningún ser superior, como la
religión nos ha tratado de inculcar, nos la da nuestra mente, somos lo que
pensamos y aquello en lo que creemos y no hay mayor realidad que esa a nuestros
ojos.
Nuestra sociedad se ha vuelto pragmática, nada importa
demasiado si no tiene un fin práctico y cuantificable, y los niños son un
reflejo de los adultos que les rodean. Afortunadamente, durante unos años (cada
vez menos) son más fuertes que todos nuestros prejuicios y son capaces de
enseñarnos su enorme capacidad para imaginar y percibir cosas que solo están a
su alcance y que son tan reales como las que vivimos nosotros. Son muy
superiores a los adultos, como superhéroes a los que hay que guiar intentando
no “castrar” sus infinitas capacidades.
Los Reyes son nuestra ilusión y esta celebración tiene más
valor por recordarnos lo que un día fuimos que por cualquier otro simbolismo
asociado a ella.
Yo me he debido portar muy bien este año (aquí pondría un
emoticono de esos con la boca torcida en plan “¿en serio?”), porque el día de
Navidad se anticipó el mayor de mis regalos, comprobar que aún creéis en mi,
que aún os ilusiona lo que os pueda contar, que me dais otra oportunidad para llevar
aire a mis pulmones y RESPIRAR.
Una vez más, y las que vendrán… GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS.
Joel Reyes