viernes, 11 de octubre de 2013

CON LAS RODILLAS PELADAS

La tendencia natural de la mayoría de los padres es sobreproteger a sus hijos. Ese amor incondicional nos lleva a temer por ellos, a estar demasiado encima, como excusa decimos que queremos protegerlos, que no queremos que les pase nada, pero esa es sólo nuestra excusa, es nuestro miedo el que habla, nuestro egoísmo.

Un niño necesita jugar, ensuciarse, caerse, hacerse rasguños en las rodillas, darse un buen coco, o hacerse alguna brecha alguna vez en la vida. Que nadie me malinterprete. Que levante la mano aquel o aquella que no haya pasado por eso en su infancia. Es tan necesario como difícil de evitar. Es una manera de aprender. La experiencia es la mejor manera de comprobar por nosotros mismos las trampas y secretos de la vida.
Un niño sobreprotegido es un niño en una burbuja, un niño con miedo, que se vuelve temeroso de todo y ajeno al mundo que le rodea. Proteger está bien, sobreproteger coarta, castra nuestra evolución como individuos, y es en esa etapa cuando se definen las bases de lo que seremos el resto de nuestra vida.


No, a día de hoy no tengo hijos, pero me encantaría tenerlos y sé que más pronto que tarde ese día llegará, ahí tendré que luchar para aplicarme mis palabras y ser coherente con ellas. Ese será otro cantar. Habrá quien diga que hablo sin conocimiento de causa. No es así, he vivido toda mi vida rodeado de niños pequeños, y no, no todo en la vida ha de vivirse para ser conocido, sólo hay que estar atento y observar.
 
Todos tenemos un niño mimado al que, CASI SIEMPRE, intentamos por todos los medios proteger y muchas veces sobreprotegemos: Nuestro corazón. Ahí quería yo llegar.

No me preguntéis porqué mis últimas entradas acaban desembocando en el mismo mar, tal vez sea porque es en esas en las aguas que nado, no olvidéis que es este MI DIVÁN y como tal ejerce, y al primero que le hablo siempre desde aquí es a mí mismo.

Sobreproteger un corazón tiene el mismo efecto en nosotros que en ese niño. Se vuelve asustadizo, frágil a los ataques externos, ajeno al mundo, pero sobretodo, se oxida, pierde la forma y no conseguimos protegerlo de nada, tan solo castrarlo, condicionarlo, volverlo asustadizo y temeroso.

El corazón es nuestra más bella metáfora. Es el motor de la máquina que nos envuelve, de nuestro cuerpo, el que nos hace caminar, correr, el que todo lo hace posible a nivel motor. Por tanto debe ser un músculo fuerte y para ello necesita estar entrenado, necesita jugar, ensuciarse, caerse, hacerse rasguños en las rodillas, darse un buen coco, o hacerse alguna brecha alguna vez en la vida. Sólo así estará preparado para sanar cuando esas heridas sean más profundas de lo habitual. Un niño toma miedo a algo cuando se hace daño, pero olvida en cuanto el dolor ha pasado y vuelve a la carga. Sólo así  puede nuestro corazón seguir latiendo con más fuerza y cumpliendo su misión, sin miedo, aunque sí, cuando golpean varias veces en él, he de reconocer que el dolor y las agujetas te hacen pensártelo más, pero como un buen púgil, hay que coger aire y volver al cuadrilátero de la vida. Rendirse no es una opción.

A pesar de dolores y caídas, una cosa me hace darme cuenta de dónde quiero estar, de cómo quiero vivir,  y es hacerme una pregunta, ¿cuándo ocurren todas esas cosas que nos enseñan cuando somos niños?, ¿que nos hacen aprender a partir de la experiencia?; cuando jugamos, cuando curioseamos, cuando probamos, cuando no hacemos lo que es prudente, cuando nos dejamos llevar sin que el miedo nos atenace.

Joel Reyes

No hay comentarios:

Publicar un comentario